EL ARTISTA DE LA DIAGONAL
Joven paraguayo muestra su habilidad para hacer malabares en el distrito de Miraflores.
El malabarista de enredada cabellera espera treinta segundos para el cambio de luz del semáforo. Rojo. Empieza su brevísimo pero fascinante show. Debido a su polvorienta ropa y su piel tostada por el sol, es fácil confundirlo con un vagabundo o un borrachín, de esos que solemos ver por las calles del centro de Lima.
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La Asociación de Malabaristas en plena faena.
Entre el bullicio y la bohemia de la avenida diagonal, en pleno corazón de Miraflores, el malabarista muestra sus dotes artísticos en cada cruce peatonal; ágiles y prolijos movimientos de manos mantienen al aire dos pelotas y dos objetos de plástico que se asemejan a unos pinos de boliche. Algunos conductores observan detenidamente su trabajo, y recompensan esa acción con una que otra moneda. Otros, sin embargo, sólo esperan el cambio de luz para acelerar. Al final de cada show, pasa una vieja gorrita azul entre las lunas de los autos, procurando que ésta se llene lo suficiente para conseguir algo de comer y le permita ahorrar para su propósito a corto plazo: viajar a Cuzco. Es que el malabarista es extranjero. Nacido en Paraguay hace poco más de dos décadas, viajó hasta Lima como mochilero, buscando expandir sus horizontes y abierto a experimentar todas aquellas cosas que una tierra-que no es la propia-le deparara. No le importó dejar a su novia, su familia y su monótono trabajo de oficina en Asunción, para colgarse una pesada mochila-en la que lleva poca ropa y muchos sueños- y enrumbar hacia donde el poco dinero con el que contaba por aquellos días le permitiese llegar.
Y aquí se encuentra ahora el malabarista, quien además fabrica pulseras multicolores, hechas de hilo y soga, que vende en los alrededores del Parque Central de Miraflores. Es necesario cultivar otras habilidades como la artesanía o el canto, pues muchas veces los guardias municipales hacen imposible la realización de su show en las principales avenidas del exclusivo. Los transeúntes también disfrutan del espectáculo y hay quienes se animas a dejarle -como no- algunas monedas en aquella vieja gorrita azul.
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No se puede negar el talento cuando es patente. Quien alguna vez intentó hacer malabares -para entretener a un niño o por mera curiosidad- encontrará sumamente difícil poner a flote tres pelotas en al aire. Mucho menos agregarle a esto proeza aros de colores que se sostienen con el antebrazo, o subirse a un monociclo para realizar todo lo descrito anteriormente. Sólo el malabarista lo hace. Obvio, porque es justamente eso: un malabarista.
Pero el arte, dicen, no es bueno guardarlo para uno mismo. Es más valioso compartirlo o enseñarlo. Es así que, junto a una asociación de malabaristas, nuestro personaje transfiere sus conocimientos artísticos a los niños miraflorinos, los fines de semana en pleno malecón de la Costa Verde. A ellos les encanta la idea de ver flotar objetos en el aire. Sus padres quizás estarán preocupados por el futuro de sus proles ¿No podrían ser acaso, artistas y no médicos? Ésta es una cuestión que sólo quien vive del arte podrá entender.
La luz cambia a rojo y vuelve a la faena. El malabarista se despide con una venia, mira fijamente el semáforo y avienta suavemente sus objetos de plásticos al aire. El viejo gorrito azul aguarda, en su bolsillo izquierdo, alimentarse de monedas.